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EL CORTEJO DE ANTHONY GARSTIN (CUENTO ROMANTICO)


Una densa estampida de ovejas, precipitándose, entre las rocas pizarrosas, surgió de la espesa niebla que envolvía las cumbres del páramo, y el estridente silbato de un pastor rompió la húmeda quietud del aire. No tardó en aparecer la silueta de un hombre, bajando tras el rebaño por la ladera. Se detuvo unos instantes para llamar con un silbido a los dos perros, que, con las orejas hacia atrás, perseguían velozmente a las ovejas más allá de la cima; luego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, continuó su marcha a grandes zancadas. La fina humareda blanca de un tren que avanzaba con dificultad se deslizaba silenciosa en la distancia; era el único signo de vida en las extensas y desoladas ondulaciones grises de aquel paisaje sin árboles.

Las ovejas corrían una detrás de otra por un viejo y diminuto sendero, entre la hierba parda y desigual; y, cuando el hombre dobló la loma, un estrecho valle se abrió a sus pies: un pequeño mosaico de campos verdes, y aquí y allá una granja encalada, con un oscuro grupo de árboles protectores a cada lado.

El hombre andaba con paso alegre y desenfadado. Su figura era delgada y angulosa; llevaba un sombrero negro muy ajado y unas pesadas botas con hebillas de hierro; su ropa estaba descolorida tras la larga exposición a las inclemencias del tiempo. Tenía los ojos juntos, muy pequeños, con muchas arrugas; y las cejas hirsutas, con algunas vetas grises. Iba muy afeitado, y su aire abstraído daba a su boca una expresión dura y taciturna; sólo se había dejado crecer una descuidada sotabarba color trigueño.

Cuando llegó al pie del páramo, el crepúsculo difuminaba ya la lejanía. Las ovejas atravesaron con gran estrépito un tramo llano y cenagoso cubierto de juncos, mientras los perros las conducían hasta un recinto rodeado de un muro bajo y desigual de piedras sueltas. El hombre cerró la puerta tras ellas, y esperó, llamando imperiosamente a los perros con sus silbidos. Los animales reaparecieron en seguida, y pasaron arrastrándose entre las barras de la cancela. Les dio una patada con desprecio y, después de saltar una cerca que había a escasas yardas, cogió un estrecho sendero.

Poco después, cuando pasaba junto a una hilera de ventanas iluminadas, oyó una voz que le llamaba. Se detuvo y vislumbró, en la entrada del jardín, una figura encorvada de barba blanca con hábitos eclesiásticos.

-Buenas noches, Anthony. ¡Qué noche más fría!
 

ALGUNAS FORMAS DE AMAR (CUENTO ROMANTICO)


Algunas formas de amar
 
Les âmes sont presque impenetrables les unes aux autres, et c’ést ce qui vous montre le néant cruel de l'amour.
 
-¿Así que deja que me marche sin una respuesta? -dijo el joven, poniéndose en pie de mala gana y cogiendo los guantes de la mesa, sin dejar de mirar a la pequeña y obstinada dama del sofá, que contemplaba su disgusto con la expresión amable y burlona de sus alegres ojos azules que tanto le trastornaba.

-Le daré una respuesta si lo desea.

-Preferiría mantener la esperanza... ¿me permite usted un rayo de esperanza?

-Sólo un rayo -contestó riendo, con el mismo aire perturbador de indulgencia-. Pero no lo magnifique... tenemos la costumbre de magnificar los «rayos»... y no quiero que regrese, si lo hace, con un sol abrasador.

-Es usted muy sincera, y un poco cruel.

-Me temo que quiero ser... las dos cosas. Es mucho mejor para usted -repuso, girando los anillos alrededor de sus pequeños dedos mientras hablaba, como si estuviera ya un poco cansada de la entrevista.

-Me trata como a un muchacho -exclamó él, con cierta amargura juvenil.

-¡Ah! ¡La peor crueldad que se puede hacer con un muchacho! -respondió la dama, levantando los ojos hacia él y esbozando su irritante y luminosa sonrisa.
 

UN CUENTO DE AMOR VERDADERO

 
El auxiliar de la parroquia:
Un cuento de amor verdadero
 
Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de High Street, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar.
 
Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya.
 
Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.

Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra -donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de Maria Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con mucha frecuencia, en el bonito semblante de Maria Lobbs, en la iglesia y en otros lugares; pero los ojos de Maria Lobbs nunca le habían parecido tan brillantes, ni las mejillas de Maria Lobbs tan sonrosadas como en aquella ocasión.
 
No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que, inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello digno de asombro.
 

EL PADRE ESCRUPULOSO (CUENTO ROMANTICO)


Era día de mercado en la pequeña ciudad; a la una en punto, un grupo de aldeanos rodeaba la mesa de El Galgo, atraído por sus apetitosos olores y la espuma de su cerveza ambarina.
 
En otro comedor menos espacioso, preparado para dar cabida a quienes no tenían sitio en el principal, se sentaban -además de tres clientes habituales- dos personas de aspecto muy diferente: un hombre de mediana edad, calvo, delgado, anodino, aunque de lo más respetable, a juzgar por su modales y por su vestimenta, y una joven, sin duda hija suya, de veintitantos años, casi treinta, cuyo sencillo vestido parecía armonizar con un rostro de serena belleza y unos ademanes tímidos no exentos de gracia. Mientras esperaban la comida, conversaban en voz baja; sus breves comentarios y exclamaciones hablaban de un largo paseo desde el balneario que había en la costa, a escasas millas. A su manera tranquila, parecían haber disfrutado, y era evidente que almorzar en una posada era para ellos una especie de aventura. La joven arregló con cierta torpeza el ramo de flores silvestres que había cogido, y lo colocó en un vaso de agua para que no perdiera su frescor.
 
Cuando llegó una mujer con las viandas, padre e hija guardaron silencio; después de unos momentos de indecisión y de miradas mutuas, empezaron, algo nerviosos, a comer con apetito.

Apenas habían recobrado su modesta confianza cuando se oyó en la entrada una voz viril, canturreando alegremente, y los dos advirtieron la presencia de un joven alto, pelirrojo y cualquier cosa menos guapo, acalorado y sudoroso del sol del camino. Su chaqueta abierta dejaba ver una camisa azul de algodón sin chaleco, llevaba en la mano un viejo sombrero de paja, y una gruesa capa de polvo cubría sus botas. Cualquiera habría pensado que se trataba de un turista de los más ruidosos, y su potente «¡Buenos días!» al entrar sonó como una grave amenaza contra la intimidad; por otro lado, la rapidez con que se abrochó la chaqueta, así como la discreta elección de un lugar lo más alejado posible de los dos comensales a los que su llegada perturbaba, indicaba cierto tacto.

 

LA BODA DE JOHN CHARRINGTON (CUENTO ROMANTICO)


Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.

John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.

-¿A tu boda?

 -¿Bromeas?

-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?

John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:

-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.

-¿Bromeas?

-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.

-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?

-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.

Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada.

Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.

Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella?
 

EL CORAZÓN DE LA SEÑORITA WINCHELSEA (CUENTO)

 
La señorita Winchelsea iba a visitar Roma. Llevaba más de un mes sin pensar en otra cosa; y había hablado tanto del asunto que muchas personas que no iban a visitar Roma, y que probablemente no lo harían nunca, parecían habérselo tomado como una ofensa personal. Algunos habían intentado convencerla sin éxito de que Roma no era un lugar ni mucho menos tan atractivo como decían, y otros habían llegado a insinuar a sus espaldas que se daba demasiados aires con «esa Roma suya». Y la pequeña Lily Hardhurst había comentado a su amigo el señor Binns que, en lo que a ella concernía, la señorita Winchelsea podía ir a «su antigua Roma» y quedarse allí; ella (la señorita Lily Hardhurst) no lo lamentaría. Y la tierna relación personal que la señorita Winchelsea entabló con Horacio, Benvenuto Cellini, Rafael, Shelley y Keats (si hubiera sido la viuda de Shelley, no habría mostrado mayor interés por su tumba), despertó el asombro general.
 
Su vestido era un modelo de discreción, cómodo y práctico, pero muy poco «de turista»; y llevaba el Baedeker forrado de gris, a fin de ocultar su color rojo brillante. Su pequeña figura resultaba encantadora en el andén de Charing Cross, a pesar de su inflamado orgullo cuando, finalmente, llegó el gran día y pudo partir a Roma. Hacía un día soleado, la travesía por el Canal sería muy agradable, y todos los augurios eran buenos. En aquella salida sin precedentes, experimentaba una alegre sensación de aventura.

Viajaba con dos amigas que habían sido compañeras suyas en la Escuela de Magisterio, unas muchachas virtuosas y simpáticas, aunque no supieran tanta historia y literatura como la señorita Winchelsea. Ninguna de las dos se sentía a su altura, aunque físicamente tuvieran que mirar hacia abajo para dirigirse a ella, y la señorita Winchelsea esperaba pasar horas muy felices «insuflando» en las dos jóvenes el mismo entusiasmo estético e histórico que se había adueñado de ella.
 
Ya habían conseguido asientos, y le dieron una calurosa bienvenida en la portezuela del vagón. En el momento del encuentro, percibió con ojo crítico que Fanny llevaba una correa de cuero que parecía «de turista», y que Helen había sucumbido a una chaqueta de sarga con dos bolsillos laterales, donde había metido las manos. Pero estaban demasiado contentas consigo mismas y con la expedición para que su amiga intentara lanzarles alguna indirecta al respecto. Tras los primeros momentos de euforia -el entusiasmo de Fanny resultó un poco burdo y escandaloso, y consistió básicamente en repetir con énfasis: «¡Imaginaos! ¡Vamos a Roma, queridas! ¡A Roma!»-, las jóvenes centraron la atención en sus compañeros de viaje. Helen quería tener un compartimiento para ellas solas y, a fin de desanimar a los intrusos, se colocó muy decidida en el escalón delante de la puerta. La señorita Winchelsea se asomaba por encima de su hombro, y hacía pequeños comentarios sobre la gente que se amontonaba en el andén; Fanny se reía alegremente de sus palabras maliciosas.

Viajaban con uno de los grupos del señor Thomas Gunn, catorce días en Roma por catorce libras. Como es natural, no formaban parte del grupo dirigido -la señorita Winchelsea se había ocupado personalmente de que así fuera-, pero sí realizaban el viaje en su compañía, pues era lo más conveniente. La mezcla de gente no podía ser más curiosa, y era realmente divertida. El grupo dirigido tenía un guía vocinglero de rostro colorado y larguísimas piernas y brazos, con un traje moteado y una actividad febril. Gritaba proclamas. Cuando quería hablar con una persona, extendía el brazo y la agarraba hasta conseguir su propósito. Tenía una mano llena de papeles, billetes, talones de viaje. La gente del grupo dirigido era, al parecer, de dos clases: los que el guía buscaba y no podía encontrar, y los que no buscaba y le seguían, cada vez más numerosos, de un lado a otro del andén. Estos últimos parecían convencidos de que la única posibilidad de llegar a Roma era pegarse a sus talones. Había tres ancianas especialmente enérgicas en su persecución, que acabaron sacándole hasta tal punto de sus casillas que las conminó a meterse en un vagón y a no salir de él. El resto del tiempo, una, dos o tres de sus cabezas se asomaban por la ventanilla y, cada vez que pasaba cerca, le preguntaban con voz lastimera por «una pequeña caja de mimbre». Había un hombre corpulento con una mujer corpulenta vestida de un negro muy brillante; y un anciano que parecía un viejo mozo de cuadra.

-¿Qué puede querer esta gente en Roma? -exclamó la señorita Winchelsea-. ¿Qué puede significar esa ciudad para ellos?
 

A CERCA DE LOS BESOS (CUENTO)


ACERCA DE LOS BESOS... PIERO CONTÓ:

Esta noche hemos hablado de nuevo sobre el beso y hemos discutido acerca de que clase de beso era el que nos procuraba mas felicidad. Es propio de los jóvenes responder a eso; a nosotros, a la gente mayor, ya nos ha pasado la edad de tentativas y probaturas y, para esos importantes menesteres, sólo podemos recurrir a nuestra engañosa memoria. De mis humildes recuerdos, os quiero, pues, contar la historia de dos besos que fueron para mí a la vez los más dulces y los más amargos de mi vida.

A mis dieciséis o diecisiete años, mi padre poseía una casa de campo en la vertiente bolonesa de los Apeninos en la que pase buena parte de mis años de adolescencia y juventud, época que ahora - lo entendáis o no - me parece la más bonita de toda mi vida. Ya hace tiempo que habría vuelto a ver esa casa o que me la habría quedado como lugar de reposo, si no hubiera sido porque, a causa de una desgraciada herencia, fue a parar a un primo mío con quien ya desde niño me llevaba mal y que, además, tiene un papel importante en esta historia.

Era un hermoso verano, no demasiado caluroso, y mi padre estaba en aquella pequeña casa conmigo y el citado primo, al que había invitado. Por aquel entonces, ya hacía tiempo que mi madre no vivía. Mi padre, todavía de buen ver, era un hombre apuesto, refinado, que a los jóvenes nos servía de modelo tanto en lo tocante a la equitación, la caza, la esgrima y los juegos como in artibus vivendi et amandi. Aún se movía ágilmente y casi de forma juvenil; tenía prestancia y fuerza y, poco antes se había casado por segunda vez.

El primo, que se llamaba Alvise, contaba con veintitrés años y era, tengo que reconocerlo, un hermoso joven. Esbelto y bien formado, con largos rizos y de cara fresca y sonrosadas mejillas, tenía además elegancia y aplomo; era un conversador y un cantante bien dispuesto; bailaba excelentemente y, ya entonces, era reputado por ser uno de los hombres mas codiciados entre las mujeres de nuestra región. Que no nos pudiésemos ver uno a otro tenía su buena razón de ser. Conmigo, actuaba con altanería o con una insufrible condescendencia irónica, y aquella forma desdeñosa de tratarme, a mí, que precisamente superaba en sensatez a los de mi edad, me zahería cada vez más.
 

EL MONASTERIO DEL LOTO PRECIOSO (CUENTO)


En la ciudad de la Pureza Eterna había una vez un gran monasterio dedicado al Loto Precioso. Contenía centenares de celdas, y su extensión cubría varios miles de hectáreas. Su riqueza y prosperidad se debían a la posesión de una famo­sa reliquia.
 
Los bonzos del monasterio, unos cien, vivían rodeados de lujos; y los visitantes podían estar seguros de ser recibidos por uno de ellos desde el momento en que entraran, y de ser invitados a tomar té y pasteles. Ahora bien, en el templo había una Capilla de los Chiquillos, que tenía fama de poseer una virtud milagrosa. Si se pasaba la noche en ella queman­do incienso, las mujeres que querían tener un hijo, conseguían un hijo.

En torno a la sala principal había varias celdas. Las mu­jeres que deseaban tener hijos habían de estar en pleno vigor de la edad y libres de toda enfermedad. Solían ayunar por espacio de siete días, y luego pasaban al interior del templo a postrarse ante Fo y consultar las varitas de adivinación. Si los presagios eran favorables, pasaban una noche entera encerradas a solas en una de las celdas con el fin de orar. Si los presagios eran desfavorables, era debido a que sus plegarias no habían sido bastante sinceras. Los bonzos les hacían saber esta falta, y ellas volvían a empezar de nuevo sus siete días de ayuno antes de regresar otra vez a sus devociones.

Las celdas no tenían abertura ninguna en sus paredes, y cuando una penitente entraba en una de ellas sus familiares y dependientes solían ir a instalarla. En cuanto llegaba la noche, quedaba encerrada bajo llave en la celda y los bonzos in­sistían en que uno de los miembros de la familia tenía que pasar la noche ante la puerta de la celda, para que ninguno pudiera abrigar la menor sospecha de que la mujer hubiese recibido la visita de nadie. Cuando la mujer regresaba a su hogar, el pequeño estaba ya formado. Siempre nacía rollizo y hermoso y sin ningún defecto.