Una densa estampida de ovejas, precipitándose, entre las rocas pizarrosas, surgió de la espesa niebla que envolvía las cumbres del páramo, y el estridente silbato de un pastor rompió la húmeda quietud del aire. No tardó en aparecer la silueta de un hombre, bajando tras el rebaño por la ladera. Se detuvo unos instantes para llamar con un silbido a los dos perros, que, con las orejas hacia atrás, perseguían velozmente a las ovejas más allá de la cima; luego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, continuó su marcha a grandes zancadas. La fina humareda blanca de un tren que avanzaba con dificultad se deslizaba silenciosa en la distancia; era el único signo de vida en las extensas y desoladas ondulaciones grises de aquel paisaje sin árboles.
Las ovejas corrían una detrás de otra por un viejo y diminuto sendero, entre la hierba parda y desigual; y, cuando el hombre dobló la loma, un estrecho valle se abrió a sus pies: un pequeño mosaico de campos verdes, y aquí y allá una granja encalada, con un oscuro grupo de árboles protectores a cada lado.
El hombre andaba con paso alegre y desenfadado. Su figura era delgada y angulosa; llevaba un sombrero negro muy ajado y unas pesadas botas con hebillas de hierro; su ropa estaba descolorida tras la larga exposición a las inclemencias del tiempo. Tenía los ojos juntos, muy pequeños, con muchas arrugas; y las cejas hirsutas, con algunas vetas grises. Iba muy afeitado, y su aire abstraído daba a su boca una expresión dura y taciturna; sólo se había dejado crecer una descuidada sotabarba color trigueño.
Cuando llegó al pie del páramo, el crepúsculo difuminaba ya la lejanía. Las ovejas atravesaron con gran estrépito un tramo llano y cenagoso cubierto de juncos, mientras los perros las conducían hasta un recinto rodeado de un muro bajo y desigual de piedras sueltas. El hombre cerró la puerta tras ellas, y esperó, llamando imperiosamente a los perros con sus silbidos. Los animales reaparecieron en seguida, y pasaron arrastrándose entre las barras de la cancela. Les dio una patada con desprecio y, después de saltar una cerca que había a escasas yardas, cogió un estrecho sendero.
Poco después, cuando pasaba junto a una hilera de ventanas iluminadas, oyó una voz que le llamaba. Se detuvo y vislumbró, en la entrada del jardín, una figura encorvada de barba blanca con hábitos eclesiásticos.
-Buenas noches, Anthony. ¡Qué noche más fría!