EL CORAZÓN DE LA SEÑORITA WINCHELSEA (CUENTO)

 
La señorita Winchelsea iba a visitar Roma. Llevaba más de un mes sin pensar en otra cosa; y había hablado tanto del asunto que muchas personas que no iban a visitar Roma, y que probablemente no lo harían nunca, parecían habérselo tomado como una ofensa personal. Algunos habían intentado convencerla sin éxito de que Roma no era un lugar ni mucho menos tan atractivo como decían, y otros habían llegado a insinuar a sus espaldas que se daba demasiados aires con «esa Roma suya». Y la pequeña Lily Hardhurst había comentado a su amigo el señor Binns que, en lo que a ella concernía, la señorita Winchelsea podía ir a «su antigua Roma» y quedarse allí; ella (la señorita Lily Hardhurst) no lo lamentaría. Y la tierna relación personal que la señorita Winchelsea entabló con Horacio, Benvenuto Cellini, Rafael, Shelley y Keats (si hubiera sido la viuda de Shelley, no habría mostrado mayor interés por su tumba), despertó el asombro general.
 
Su vestido era un modelo de discreción, cómodo y práctico, pero muy poco «de turista»; y llevaba el Baedeker forrado de gris, a fin de ocultar su color rojo brillante. Su pequeña figura resultaba encantadora en el andén de Charing Cross, a pesar de su inflamado orgullo cuando, finalmente, llegó el gran día y pudo partir a Roma. Hacía un día soleado, la travesía por el Canal sería muy agradable, y todos los augurios eran buenos. En aquella salida sin precedentes, experimentaba una alegre sensación de aventura.

Viajaba con dos amigas que habían sido compañeras suyas en la Escuela de Magisterio, unas muchachas virtuosas y simpáticas, aunque no supieran tanta historia y literatura como la señorita Winchelsea. Ninguna de las dos se sentía a su altura, aunque físicamente tuvieran que mirar hacia abajo para dirigirse a ella, y la señorita Winchelsea esperaba pasar horas muy felices «insuflando» en las dos jóvenes el mismo entusiasmo estético e histórico que se había adueñado de ella.
 
Ya habían conseguido asientos, y le dieron una calurosa bienvenida en la portezuela del vagón. En el momento del encuentro, percibió con ojo crítico que Fanny llevaba una correa de cuero que parecía «de turista», y que Helen había sucumbido a una chaqueta de sarga con dos bolsillos laterales, donde había metido las manos. Pero estaban demasiado contentas consigo mismas y con la expedición para que su amiga intentara lanzarles alguna indirecta al respecto. Tras los primeros momentos de euforia -el entusiasmo de Fanny resultó un poco burdo y escandaloso, y consistió básicamente en repetir con énfasis: «¡Imaginaos! ¡Vamos a Roma, queridas! ¡A Roma!»-, las jóvenes centraron la atención en sus compañeros de viaje. Helen quería tener un compartimiento para ellas solas y, a fin de desanimar a los intrusos, se colocó muy decidida en el escalón delante de la puerta. La señorita Winchelsea se asomaba por encima de su hombro, y hacía pequeños comentarios sobre la gente que se amontonaba en el andén; Fanny se reía alegremente de sus palabras maliciosas.

Viajaban con uno de los grupos del señor Thomas Gunn, catorce días en Roma por catorce libras. Como es natural, no formaban parte del grupo dirigido -la señorita Winchelsea se había ocupado personalmente de que así fuera-, pero sí realizaban el viaje en su compañía, pues era lo más conveniente. La mezcla de gente no podía ser más curiosa, y era realmente divertida. El grupo dirigido tenía un guía vocinglero de rostro colorado y larguísimas piernas y brazos, con un traje moteado y una actividad febril. Gritaba proclamas. Cuando quería hablar con una persona, extendía el brazo y la agarraba hasta conseguir su propósito. Tenía una mano llena de papeles, billetes, talones de viaje. La gente del grupo dirigido era, al parecer, de dos clases: los que el guía buscaba y no podía encontrar, y los que no buscaba y le seguían, cada vez más numerosos, de un lado a otro del andén. Estos últimos parecían convencidos de que la única posibilidad de llegar a Roma era pegarse a sus talones. Había tres ancianas especialmente enérgicas en su persecución, que acabaron sacándole hasta tal punto de sus casillas que las conminó a meterse en un vagón y a no salir de él. El resto del tiempo, una, dos o tres de sus cabezas se asomaban por la ventanilla y, cada vez que pasaba cerca, le preguntaban con voz lastimera por «una pequeña caja de mimbre». Había un hombre corpulento con una mujer corpulenta vestida de un negro muy brillante; y un anciano que parecía un viejo mozo de cuadra.

-¿Qué puede querer esta gente en Roma? -exclamó la señorita Winchelsea-. ¿Qué puede significar esa ciudad para ellos?
 
Había un clérigo muy alto con un pequeño sombrero de paja, y un clérigo muy bajo cargado con un largo trípode fotográfico. El contraste divirtió enormemente a Fanny. En una ocasión oyeron que llamaban a alguien apellidado «Snooks».

-Siempre pensé que ese nombre era un invento de algún novelista -dijo la señorita Winchelsea-. ¡Imaginad! ¡Snooks! Me gustaría saber quién es el señor Snooks.

Finalmente, divisaron a un hombre robusto y decidido con un enorme traje a cuadros.

-Si no es el señor Snooks, debería serlo -afirmó la señorita Winchelsea.

En aquel momento, el guía descubrió las intenciones de Helen en un extremo de los vagones.

-¡Espacio para cinco personas! -vociferó, ofreciendo una traducción simultánea con sus dedos.

Un grupo de cuatro, una madre, un padre y dos hijas, entró precipitadamente, todos muy excitados.

-Está bien, mami, déjeme a mí -dijo una de las hijas, golpeando el sombrero de la madre con un bolso que se esforzaba por colocar sobre la rejilla.

La señorita Winchelsea odiaba a la gente que iba dando golpes a su alrededor y llamaba a su madre «mami».

Un joven que viajaba solo les siguió. Su ropa no era en absoluto «de turista», según observó la señorita Winchelsea; su bolsa Gladstone*, de un cuero bueno y agradable, tenía etiquetas de Luxemburgo y de Ostende; y sus botas, aunque marrones, no resultaban nada vulgares. Llevaba un abrigo en el brazo. Antes de que aquella gente se instalara como es debido, apareció el revisor, se cerraron las puertas de golpe, y empezaron a salir de Charing Cross en dirección a Roma.

-¡Imaginaos! -exclamó Fanny-. ¡Vamos a Roma, queridas! ¡A Roma! No puedo creerlo, ni siquiera ahora.

La señorita Winchelsea contuvo la emoción de Fanny con una pequeña sonrisa, y la dama que llamaban «mami» explicó a todos los presentes por qué habían llegado tan tarde a la estación. Las dos hijas se dirigieron varias veces a «mami», le pidieron de un modo poco diplomático pero eficaz que hablara más bajo, y acabaron haciéndole repasar el contenido de una cesta con todo lo necesario para el viaje.

-¡Dios mío! -exclamó la señora, después de levantar la mirada-. ¡No lo he traído!

-¡Oh, mami! -protestaron las dos hijas, pero, fuera lo que fuera aquel «lo», el caso es que no apareció.

Fanny no tardó en sacar sus Paseos por Roma de Hare, una especie de guía muy popular entre los visitantes de la ciudad; y el padre de las dos jóvenes empezó a examinar con minuciosidad los talonarios de billetes, aparentemente en busca de palabras inglesas. Después de observar su parte delantera durante mucho tiempo, les dio la vuelta. Entonces cogió una pluma estilográfica y anotó la fecha con sumo cuidado. El joven solitario, tras inspeccionar con disimulo a sus compañeros de viaje, sacó un libro y se puso a leer. Mientras Helen y Fanny miraban por la ventanilla en Chiselhurst (el lugar interesaba a Fanny porque la infortunada emperatriz de los franceses solía residir allí), la señorita Winchelsea aprovechó la oportunidad para fijarse en el libro del joven. No era una guía de viajes, sino un delgado volumen de poesía... encuadernado. Echó una ojeada a su rostro, y le pareció muy distinguido y agradable. Llevaba unos pequeños quevedos dorados.

-¿Crees que sigue viviendo ahí? -preguntó Fanny, y el examen de la señorita Winchelsea llegó a su fin.

Durante el resto del trayecto, la señorita Winchelsea habló muy poco, y cuanto dijo fue encantador y lleno de refinamiento. Su voz era siempre suave, clara y melodiosa, y en aquella ocasión fue especialmente suave, clara y melodiosa. Al llegar bajo los blancos acantilados, el joven guardó su libro de poesía; y, cuando el tren se detuvo finalmente junto al barco, ayudó con graciosa prontitud a bajar la impedimenta de la señorita Winchelsea y sus amigas. La señorita Winchelsea «odiaba las tonterías», pero le agradó que el joven se diera cuenta de que eran unas damas, y les echara una mano sin mostrarse exageradamente cordial; y ¡con cuánta delicadeza les dio a entender que su cortesía no sería una excusa para importunarlas luego! Ninguno de los miembros de aquel pequeño grupo había salido antes de Inglaterra, y todos estaban muy excitados y algo nerviosos ante la idea de cruzar el Canal. Se colocaron juntos en un buen lugar, cerca del centro del barco (el joven había llevado allí la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea y le había dicho que era un buen lugar), y vieron cómo se alejaban las blancas costas de Albión, y recitaron a Shakespeare, y se rieron disimuladamente de sus compañeros de viaje, como suelen hacer los ingleses.

Les divirtieron especialmente las precauciones de la gente más corpulenta contra las pequeñas olas; abundaban las rajas de limón y las cantimploras; una dama se había tendido en una tumbona de la cubierta con un pañuelo sobre la cara, y un hombre muy voluminoso y decidido, con un traje marrón claro «de turista», estuvo paseando de un lado a otro de la cubierta desde Inglaterra hasta Francia con las piernas todo lo separadas que le permitió la Providencia. Todas las medidas resultaron excelentes, y nadie se mareó. El grupo dirigido persiguió al guía con sus preguntas, de un modo que recordó a Helen la imagen más bien vulgar de unas gallinas con un trozo de piel de panceta, hasta que finalmente el hombre se escondió abajo. Y el joven con el delgado volumen de poesía contempló desde la popa cómo se desvanecía Inglaterra, mirando con aire triste y desamparado los ojos de la señorita Winchelsea.

Y entonces llegaron Calais y las tumultuosas novedades, y el joven no había olvidado la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea ni las otras pequeñas cosas. Las tres muchachas, aunque habían aprobado todos los exámenes oficiales de francés, se avergonzaban tontamente de su acento, y el joven fue de gran ayuda. Y no les importunó. Las acompañó hasta un cómodo vagón, se quitó el sombrero y se marchó. La señorita Winchelsea le dio las gracias del mejor modo -un modo educado y encantador-, y Fanny dijo que era «muy simpático» cuando todavía estaba lo suficientemente cerca para oírla.

-Me gustaría saber a qué se dedica -exclamó Helen-. Va a Italia, pues he visto billetes verdes en su libro.

La señorita Winchelsea estuvo a punto de contarles que leía poesía, pero decidió no hacerlo. En ese instante, las ventanillas del tren acapararon toda su atención y las tres muchachas olvidaron al joven. Les parecía muy instructivo atravesar un país cuyos anuncios más comunes estaban en francés, y la señorita Winchelsea hizo algunas comparaciones poco patrióticas, pues, en lugar de las enormes vallas publicitarias que afean el paisaje en nuestro país, los anuncios que había al lado de las vías eran pequeños y estaban casi cubiertos de maleza. Pero lo cierto es que el norte de Francia es una región muy poco interesante, y, transcurrido algún tiempo, Fanny volvió a sus Paseos de Hare y Helen sacó su almuerzo. La señorita Winchelsea despertó de un feliz ensueño; había estado tratando de asumir, según explicó, que se dirigía realmente a Roma, pero, cuando Helen sugirió comer, se dio cuenta de que estaba hambrienta; las jóvenes cogieron alegremente las viandas de sus cestas. Por la tarde, cansadas, se quedaron en silencio hasta que Helen preparó el té. La señorita Winchelsea podría haber echado una cabezada, pero sabía que Fanny dormía con la boca abierta y, como sus compañeras de vagón eran dos damas bastante agradables, de edad indeterminada y aire crítico, que conocían el francés lo suficientemente bien para hablarlo, se dedicó a mantener despierta a su amiga. El ritmo del tren se hizo insistente, y el paisaje que ondeaba en el exterior se volvió bastante molesto para los ojos. Estaban terriblemente agotadas de viajar mucho antes de llegar al lugar donde pasarían la noche.

La parada nocturna mejoró mucho con la aparición del joven, y los modales de éste fueron intachables y su francés muy útil. Los cupones de viaje les enviaron al mismo hotel y, casualmente, o eso pareció, se sentó al lado de la señorita Winchelsea en el comedor. A pesar de su entusiasmo por Roma, ella había analizado a fondo semejante posibilidad, y cuando el joven se atrevió a hacer un comentario sobre lo pesado y aburrido que resultaba el viaje (antes había dado cuenta de la sopa y del pescado), no sólo se mostró de acuerdo con él, sino que respondió con otro comentario. No tardaron en comparar sus recorridos, y Helen y Fanny se sintieron cruelmente relegadas en aquella conversación. Descubrieron que harían el mismo viaje: un día en Florencia -«Por lo que he oído, apenas tendremos tiempo de visitar sus museos», comentó el joven-, y el resto en Roma. Fue muy agradable oírle hablar de esta ciudad; era evidente que poseía una gran cultura. Empezó a recitar la oda de Horacio al Soracte. La señorita Winchelsea había «preparado» ese libro del poeta latino para entrar en la Escuela de Magisterio, y estuvo encantada de poder finalizar su cita. Aquel incidente dio cierto tono... un toque de distinción... a su charla. Fanny vibró de emoción, y Helen intercaló algunos comentarios muy juiciosos, pero, por parte de las muchachas, el peso de la conversación cayó naturalmente en la señorita Winchelsea.

Antes de llegar a Roma, el joven formaba parte tácitamente de su grupo. No sabían su nombre ni a qué se dedicaba, pero parecía ser profesor, y a la señorita Winchelsea se le ocurrió pensar que tal vez diera conferencias en distintas universidades. En cualquier caso, trabajaba en algo semejante, algo refinado y propio de un caballero, sin ser rico ni resultar inaccesible. En un par de ocasiones, intentó averiguar si había estudiado en Oxford o en Cambridge, pero a él se le escaparon sus tímidas insinuaciones. Trató de que el joven comentara algo sobre esos lugares, para ver si decía «subir» o «bajar», pues sabía que era el modo de identificar a un «universitario». El pronunciaba esta palabra como los que salían de esas universidades.

De la Florencia del señor Ruskin vieron todo lo que su breve estancia les permitió. El joven se encontró con ellas en la Galería Pitti y la recorrió en su compañía, conversando animadamente; parecía muy contento de que lo hubieran reconocido. Sabía muchísimo de arte, y los cuatro disfrutaron de lo lindo aquella mañana. Era estupendo contemplar sus obras predilectas y descubrir nuevas maravillas, sobre todo con tanta gente a su alrededor que trataba inútilmente de encontrar algo con su Baedeker. Además, él no era nada pedante, afirmaba la señorita Winchelsea, y lo cierto es que ella odiaba a la gente pedante. Había un trasfondo de humor en cuanto decía, y, por ejemplo, hizo comentarios muy divertidos, aunque nada vulgares, sobre la pintoresca obra del beato Angélico. Bajo esa risueña apariencia, era un hombre tremendamente serio y captaba con enorme rapidez las lecciones morales de los cuadros. Fanny se paseó dulcemente entre aquellas obras maestras; reconocía «saber muy poco de ellas» y confesaba que «todas le parecían maravillosas». El «maravilloso» de Fanny tendía a ser algo repetitivo, pensó la señorita Winchelsea. Se había alegrado mucho de que desapareciera el último pico soleado de los Alpes, por culpa del staccato de la admiración de Fanny. Helen apenas habló; pero la señorita Winchelsea había descubierto hacía tiempo que le faltaba un poco de sentido estético, así que no le sorprendió. Unas veces se reía de las pequeñas, vacilantes y delicadas bromas del joven, y otras no; y en ocasiones, parecía más pendiente de los vestidos de las demás visitantes que de las obras de arte que había a su alrededor.

En Roma, el joven estuvo con ellas de forma intermitente. Un amigo con bastante aspecto «de turista» se lo llevaba en ocasiones. Él se quejaba cómicamente ante la señorita Winchelsea.

-No tengo ni dos semanas para visitar Roma -dijo-, y mi amigo Leonard quiere perder un día entero en el Tívoli contemplando una catarata.

-¿Qué hace su amigo Leonard? -preguntó de pronto la señorita Winchelsea.

-Es el caminante más entusiasta que he conocido en mi vida -replicó divertido el joven, aunque sus palabras resultaron algo insatisfactorias para la señorita Winchelsea.

Pasaron algunos momentos magníficos, y Fanny no podía imaginar qué habrían hecho sin su acompañante. El interés de la señorita Winchelsea y la capacidad de embeleso de Fanny eran insaciables. No flaqueaban nunca... avanzaban entre cuadros y esculturas, enormes iglesias abarrotadas de gente, ruinas y museos, árboles de Judas y chumberas, carros de vino y palacios, admirando sin reservas cuanto encontraban a su paso. Jamás vieron un pino o un eucalipto, pero hablaron de ellos y los ensalzaron; jamás vislumbraron el Soracte, pero elogiaron su belleza. Los lugares que pisaban se volvían maravillosos con la ayuda de su imaginación.

-Puede que César paseara por aquí -decían-. Tal vez Rafael contemplase el Soracte desde este mismo punto.

Descubrieron casualmente la tumba de Bíbulo.

-¡El viejo Bíbulo! -exclamó el joven.

-¡El monumento más antiguo de la Roma republicana! -añadió la señorita Winchelsea.

-Soy terriblemente estúpida -dijo Fanny-, pero ¿quién era Bíbulo?

Se produjo una pequeña y curiosa pausa.

-¿No fue el hombre que construyó la muralla? -inquirió Helen.

El joven la miró y se echó a reír.

-Ése era Balbo -señaló.

Helen enrojeció, pero ni el joven ni la señorita Winchelsea aclararon a la ignorante Fanny quién era Bíbulo.

Helen se mostraba más taciturna que los demás, pero así era su carácter; y normalmente se ocupaba de guardar los billetes de tranvía y esa clase de cosas, o de vigilarlos cuando el joven los cogía, y de recordarle dónde los había puesto cuando los necesitaba. Los cuatro pasaron tiempos gloriosos en aquella ciudad parda y limpia cargada de recuerdos que una vez fue el mundo. Lo único que les entristecía era la brevedad de su visita. Es cierto que los tranvías eléctricos, los edificios de la década de 1870, y aquel horrible anuncio que atraía todas las miradas en el Foro herían profundamente sus sentimientos estéticos; pero también formaba parte de la diversión. Y Roma es una ciudad tan maravillosa que a veces la señorita Winchelsea llegaba a olvidar su entusiasmo cuidadosamente preparado, y Helen, si la cogían desprevenida, admitía la belleza de las cosas imprevistas. Pero a Fanny y a Helen les habría gustado contemplar algún escaparate del barrio inglés si la intransigente hostilidad de la señorita Winchelsea a sus compatriotas no hubiera vetado aquella zona.

El compañerismo intelectual y estético de la señorita Winchelsea y el erudito joven se convirtió, sin que ellos se dieran cuenta, en un sentimiento más profundo. La exuberante Fanny hizo cuanto pudo por seguir el ritmo de su recóndita admiración, pronunciando su «maravilloso» con vehemencia y añadiendo «¡Oh, vayamos!» con enorme entusiasmo siempre que mencionaban algún sitio nuevo de interés. Sin embargo, Helen se volvió bastante antipática, lo que decepcionó a la señorita Winchelsea. No quiso «ver nada» en el rostro de Beatrice Cenci... !la Beatrice Cenci de Shelley!.. en la Galería Barberini; y un día, mientras lamentaban la existencia de los tranvías eléctricos, dijo con bastante brusquedad que «la gente debe moverse de algún modo, y es mucho mejor que torturar a los pobres caballos obligándoles a subir esas horribles colinas». ¡Llamó a las Siete Colinas de Roma «horribles colinas»!

Y el día en que fueron al Palatino, aunque la señorita Winchelsea no se enteró, Helen le dijo a Fanny:

-No corras de ese modo, querida; no desean que los alcancemos. Además, cuando nos acercamos, no decimos más que tonterías para ellos.

-No trataba de alcanzarlos -exclamó Fanny, aminorando su paso demasiado rápido-, de veras.

Y, durante unos instantes, pareció faltarle el aire.

La señorita Winchelsea había encontrado la felicidad. Sólo al recordar los días anteriores a la tragedia, se dio cuenta de lo dichosa que había sido, deambulando entre las ruinas a la sombra de los cipreses, e intercambiando la clase de información más elevada que puede poseer un espíritu humano, las impresiones más refinadas que es posible expresar. Sin que ellos fueran conscientes, las emociones se adueñaron de su relación, brillando finalmente de un modo cautivador cuando la modernidad de Helen no estaba demasiado cerca. Sin que ellos fueran conscientes, sus intereses se desviaron de las maravillosas asociaciones a su alrededor para centrarse en unos sentimientos más íntimos y personales. Tímidamente, empezaron a intercambiarse información; ella habló de la escuela, de sus buenas calificaciones, de la alegría que experimentaba por haber finalizado los estudios. Él aclaró que también era profesor. Hablaron de la grandeza de su vocación, de la necesidad de apoyo para hacer frente a los detalles más fastidiosos, de la soledad que sentían a veces.

Eso ocurrió en el Coliseo, pero fue todo cuanto se confiaron aquel día, pues Helen regresó con Fanny (la había llevado a visitar las galerías superiores). Sin embargo, los sueños íntimos de la señorita Winchelsea, ya bastante vívidos y concretos, se volvieron sumamente razonables. Imaginaba a aquel agradable joven impartiendo clases a sus alumnos del modo más edificante, mientras ella desempeñaba con modestia un papel destacado como compañera intelectual y ayudante; imaginaba una pequeña casa de ambiente refinado, con dos escritorios, estanterías blancas llenas de libros selectos, copias de algunos cuadros de Rossetti y Burne-Jones, papeles de William Morris en las paredes y flores en jarrones de cobre batido. En verdad imaginaba muchas cosas. En el Pincio, pasaron juntos unos momentos muy preciados; mientras Helen se alejaba con Fanny para ver el muro Torto, él se apresuró a abrirle su corazón. Le dijo que esperaba que su amistad sólo estuviera comenzando, que su compañía era preciosa para él... y mucho más que eso.

Se puso nervioso, y empezó a sujetarse las gafas con dedos temblorosos como si sus emociones las volvieran inestables.

-Debería contarle algo de mí mismo, por supuesto. Soy consciente de lo insólitas que pueden parecerle mis palabras. Pero nuestro encuentro ha sido tan casual... o providencial... y de ningún modo quiero perderla. Vine a Roma esperando tener un viaje solitario... y he sido tan feliz, tan feliz. Un cambio reciente en mi situación... me ha animado a pensar... Y..

El joven miró por encima de su hombro y se detuvo.

-¡Maldita sea! -exclamó con claridad; y ella no lo condenó por aquel lapsus tan varonil e irreverente.

La señorita Winchelsea vio llegar a su amigo Leonard. Se acercó a ellos; se quitó el sombrero ante ella, y su sonrisa parecía casi una mueca.

-He estado buscándote por todas partes, Snooks -dijo.

El nombre golpeó a la señorita Winchelsea como una bofetada en la cara. Ni siquiera oyó la respuesta. Luego pensó que Leonard debía haber creído que ella era la persona más despistada del mundo. Aún hoy no sabe con seguridad si le presentaron o no a Leonard. Sufrió una especie de parálisis mental. De todos los apellidos ignominiosos, ¡Snooks!

Helen y Fanny venían hacia ellos; se saludaron con cortesía, y los dos jóvenes se despidieron. Con gran esfuerzo, la señorita Winchelsea logró dominarse para hacer frente a las miradas inquisitivas de sus amigas. Toda la tarde vivió la existencia de una heroína bajo el indescriptible ultraje de un nombre, charlando, observando, con aquel «Snooks» royéndole el corazón. Desde el momento en que sonó por primera vez en sus oídos, su sueño de felicidad rodó por el suelo. Todo el refinamiento que había imaginado quedó destruido y desfigurado por la vulgaridad ineludible de ese apellido.

¿Qué significaba ahora para ella aquel pequeño hogar tan distinguido, a pesar de los papeles de William Morris y de los escritorios? De un extremo a otro, en letras de fuego, se leía la insólita inscripción: «Señora Snooks». Es posible que al lector le parezca algo sin importancia, pero recuerden la delicadeza y el refinamiento del espíritu de la señorita Winchelsea. Sean todo lo refinados que puedan e imaginen que deben firmar «Snooks». Parecía ver a todas las personas que menos apreciaba llamándola señora Snooks, y para ella ese patronímico estaba muy cerca de ser un insulto. Imaginaba una tarjeta gris y plateada en la hubieran tachado «Winchelsea» con una flecha, la flecha de Cupido, para escribir «Snooks». ¡Degradante confesión de la debilidad femenina! Pensaba en la terrible alegría de ciertas amigas, de ciertos primos tenderos de los que se había distanciado hacía mucho tiempo a causa de su creciente refinamiento. ¡Y cómo lo escribirían en el sobre donde enviarían sus sarcásticas felicitaciones! La agradable compañía del joven, ¿le compensaría de todo eso?

-Es imposible -masculló-, imposible... ¡Snooks!

Se compadecía de él, pero sobre todo de sí misma. No podía evitar sentir cierto enfado con el joven. Mostrarse tan encantador y refinado... llamándose «Snooks», y ocultar bajo una pretenciosa elegancia el distintivo ominoso de su apellido le parecía casi una traición. Para decirlo en el lenguaje de los sentimientos, tenía la impresión de que él la había «engañado».

Pasó, como es natural, terribles momentos de indecisión, en los que un sentimiento muy semejante a la pasión le pidió arrojar por la ventana el refinamiento. Y hubo algo en ella, un vestigio de vulgaridad sin expurgar, que trató enérgicamente de demostrar que Snooks no era un apellido tan terrible, después de todo. Cualquier duda se disipó ante la actitud de Fanny, cuando ésta le comunicó con aire trágico que también conocía la espantosa noticia. La voz de Fanny se convirtió en un susurro cuando dijo Snooks. La señorita Winchelsea no le dio ninguna respuesta cuando finalmente, en villa Borghese, se quedó unos instantes a solas con él; pero le prometió una nota.

Se la entregó dentro del pequeño libro de poesía que él le había prestado, el pequeño libro que les había unido. Su negativa resultaba ambigua, llena de alusiones. No podía decirle por qué le rechazaba, habría sido como hablar a un lisiado de su joroba. Él también debía de ser consciente de la horrible naturaleza de su nombre. Lo cierto es que había tenido muchas ocasiones para pronunciarlo y siempre lo había evitado, advirtió ahora la señorita Winchelsea. De modo que ella se refirió a «obstáculos que no podía revelar», «motivos que hacían imposible aquello de lo que él había hablado». Dirigió la nota con un estremecimiento a «E. K Snooks».

Las cosas fueron mucho peor de lo que ella había temido; él le pidió explicaciones. Y ¿qué explicaciones podía darle? Los dos últimos días en Roma fueron espantosos. Vivió obsesionada por el aire de perplejidad del joven. Sabía que le había dado esperanzas, pero no tenía el valor de analizar hasta qué punto lo había alentado. Era consciente de que él debía considerarla el más voluble de los seres. Ahora que estaba en plena retirada, ni siquiera se dio por aludida cuando el joven mencionó una posible correspondencia. Sin embargo, en ese asunto, él se comportó de un modo que a ella le pareció delicado y muy romántico: convirtió a Fanny en su mensajera. Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a la señorita Winchelsea aquella misma noche, con el pretexto de necesitar su consejo.

-El señor Snooks -dijo Fanny- quiere escribirme. ¡Imagínate! No tenía ni idea. ¿Crees que debo permitírselo?

Hablaron del tema largo y tendido, y la señorita Winchelsea puso especial cuidado en disimular sus sentimientos. Se arrepentía de haber hecho caso omiso de las indirectas del joven. ¿Por qué no podía tener noticias de él de vez en cuando... por muy desagradable que le resultara su apellido? La señorita Winchelsea decidió que su amiga debía permitírselo, y Fanny le dio un beso de buenas noches con inusitada emoción. Cuando se quedó a solas en su pequeño dormitorio, la señorita Winchelsea continuó sentada largo tiempo junto a la ventana. La luna brillaba y, en la calle, un hombre cantaba Santa Lucía con una ternura que le partía a uno el corazón... Ella siguió inmóvil.

Musitó una palabra. La palabra era «Snooks». Después se puso en pie con un profundo suspiro y se metió en la cama. Al día siguiente, el joven le dijo deliberadamente:

-Sabré de usted por su amiga.

El señor Snooks se despidió de ellas en Roma sin que aquella patética perplejidad se borrara de su rostro, y, de no haber sido por Helen, habría conservado la bolsa de viaje de la señorita Winchelsea como una especie de recuerdo enciclopédico. Mientras regresaban a Inglaterra, la señorita Winchelsea hizo prometer seis veces a Fanny que le escribiría unas cartas larguísimas. Fanny, al parecer, estaría bastante cerca del señor Snooks. Su nuevo colegio (ella siempre iba a un nuevo colegio) estaría sólo a cinco millas de Steely Bank, y era en la Escuela Politécnica de Steely Bank, y en uno o dos colegios de prestigio, donde el señor Snooks daba clase. Incluso podría ser que él la visitara en ocasiones. No podían hablar demasiado de él (ella y Fanny siempre lo llamaban «él», jamás señor Snooks), pues Helen era propensa a decir cosas muy desagradables de su amigo. La señorita Winchelsea comprendió que su carácter se había agriado mucho desde los tiempos en que estudiaban juntas magisterio; se había vuelto dura y cínica. Estaba convencida de que el semblante del joven reflejaba cierta falta de carácter, confundiendo refinamiento y debilidad, como suele hacer la gente de su clase, y, cuando se enteró de que su apellido era Snooks, aseguró que no le sorprendía en absoluto. La señorita Winchelsea se preocupó de no expresar sus sentimientos a partir de entonces, pero Fanny se mostró menos circunspecta.

Las tres jóvenes se separaron en Londres, y la señorita Winchelsea volvió, con un nuevo interés en la vida, al instituto Femenino donde, a lo largo de los tres últimos años, se había convertido en una profesora auxiliar cada vez más apreciada. Su nuevo interés en la vida eran Fanny y sus cartas, y, para servirle de ejemplo, le escribió una larga y detallada misiva quince días después de su regreso. Fanny le respondió, pero de manera decepcionante. Es cierto que la joven no tenía el menor talento literario, pero era algo nuevo para la señorita Winchelsea lamentar la falta de talento en una amiga. Aquella carta llegó a ser criticada en voz alta en la segura soledad del estudio de la señorita Winchelsea, cuando se le escapó con amargura la palabra: «¡Sandeces!». Le contaba en ella las mismas cosas que le había explicado la señorita Winchelsea en su carta: toda clase de detalles sobre el colegio. Y del señor Snooks se limitaba a decir: «Recibí una nota del señor Snooks y ha venido a visitarme dos sábados seguidos. Habló de Roma y de ti; los dos hablamos de ti. Debieron de silbarte los oídos, querida...».

La señorita Winchelsea contuvo su deseo de pedir una información más explícita, y le envió de nuevo la más larga y dulce de las cartas: «Cuéntame todo, querida. El viaje ha renovado nuestra vieja amistad, y deseo tanto seguir en contacto contigo». En relación con el señor Snooks, se limitó a escribir en la quinta página que se alegraba mucho de que Fanny lo hubiera visto, y que, si preguntaba por ella, le mandase amables saludos (subrayado). Y Fanny le contestó del modo más obtuso hablando de «su vieja amistad», recordando a la señorita Winchelsea un montón de estupideces de sus días de estudiantes en la Escuela de Magisterio, ¡sin decir una sola palabra del señor Snooks!

Durante casi una semana, la señorita Winchelsea estuvo tan irritada por el fracaso de Fanny como mensajera que fue incapaz de responder a su misiva Más tarde le escribió menos efusivamente, y en la carta le preguntaba a bocajarro: «¿Has visto al señor Snooks?». La carta de Fanny fue inesperadamente satisfactoria: «He visto al señor Snooks», replicaba; y, una vez mencionado su nombre, continuaba hablando de él. Todo era Snooks esto, Snooks lo otro. Iba a dar una conferencia, señalaba Fanny, entre otras cosas. Sin embargo, la señorita Winchelsea, tras los primeros momentos de alegría, encontró aquella carta un poco desagradable. Fanny no le comunicaba que el señor Snooks hubiera dicho algo de la señorita Winchelsea, ni que estuviese pálido y ojeroso, como debía. Y ¡fíjense bien!, antes de contestar, recibió una segunda misiva de Fanny sobre el mismo asunto, una carta demasiado entusiasta, en la que había llenado seis hojas con su delicada mano femenina.

Y había algo bastante extraño en esa segunda carta, algo que la señorita Winchelsea sólo comprendió al releerla por tercera vez. La feminidad de Fanny había prevalecido incluso entre las claras y contundentes tradiciones de la Escuela de Magisterio; era una de esas criaturas nacidas para escribir todas sus «emes» y sus «enes» , sus «úes», sus «erres» y sus «es» del mismo modo, y para dejar sus «os» y sus «as» abiertas, y sus «íes» sin punto. Así, pues, sólo después de una minuciosa comparación palabra por palabra, la señorita Winchelsea tuvo la certeza de que ¡el señor Snooks no era realmente el «señor Snooks»! En la primera carta era el señor «Snooks», pero, en la segunda, su apellido se deletreaba «Senoks». No hay duda de que la mano de la señorita Winchelsea tembló al pasar las páginas... ¡significaba tanto para ella! Había empezado a pensar que no llamarse señora Snooks le estaba saliendo demasiado caro, y de pronto... ¡aquella posibilidad! Volvió las seis páginas, salpicadas de tan crítico nombre, y en todas partes la segunda letra ¡tenía forma de e! Durante unos momentos paseó por el cuarto con una mano en el corazón.

Pasó un día entero sopesando aquel cambio, meditando una carta que investigara el asunto, y reflexionando sobre el mejor modo de actuar cuando le contestara. Había decidido que, si aquel cambio en la grafía era algo más que un extraño capricho de Fanny, escribiría inmediatamente al señor Snooks. Había llegado a ese punto en que los más nimios refinamientos de la conducta desaparecen. No había inventado aún ninguna excusa, pero tenía claro el contenido de su carta, y el modo en que le insinuaría: «Las circunstancias de mi vida han cambiado enormemente desde nuestro último encuentro». Pero jamás llegó a escribir esas palabras. Recibió una tercera misiva de una corresponsal tan irregular como Fanny. En la primera línea se declaraba «la muchacha más feliz del mundo».

La señorita Winchelsea estrujó la carta con la mano, sin leer el resto, y siguió sentada con el rostro súbitamente paralizado. Le habían entregado el sobre antes de las clases matinales, y lo había abierto mientras las alumnas más pequeñas de matemáticas entraban en el aula. En seguida prosiguió su lectura, fingiendo una enorme calma Pero, después de la primera página, leyó hasta la tercera sin descubrir su error: «... le dije con franqueza que no me gustaba su apellido», escribía Fanny. « Me contestó que a él tampoco le gustaba, ya sabes lo sincero que es.» Sí, la señorita Winchelsea lo sabía. «De modo que le pregunté si podía cambiárselo. Él no lo tenía nada claro al principio. Verás, querida, él me había contado que el origen del nombre era Sevenoaks, y que con el tiempo se había convertido en Snooks. A pesar de lo terriblemente vulgares que parecen los apellidos Snooks y Noaks, en realidad son deformaciones de Sevenoaks. Y entonces se me ocurrió decirle (incluso yo tengo ideas brillantes, a veces) que, del mismo modo que Sevenoaks se había convertido en Snooks, ¿por qué no convertir Snooks nuevamente en Sevenoaks? Para no extenderme más, querida, te contaré que fue incapaz de negarse y cambió su nombre allí mismo. Luego lo transformó en Senoks para los carteles de su nueva conferencia. Cuando nos casemos, le añadiremos un apóstrofe y será Se'noks. ¿No ha sido encantador por su parte complacer este capricho mío? Muchos hombres se hubieran ofendido... Pero él es así; su bondad está a la altura de su inteligencia. Pues sabía tan bien como yo que no dejaría de casarme con él aunque se llamara diez veces Snooks. Y, a pesar de todo, cambió su apellido.»

Las alumnas oyeron asombradas cómo rompía la carta con virulencia, y, al levantar los ojos, vieron a la señorita Winchelsea pálida como un cadáver y con algunos trocitos de papel apretados en la mano.

Durante unos segundos observaron su mirada fija, y luego su expresión volvió a ser la de siempre.

-¿Alguien ha terminado el número tres? -preguntó en tono impasible.

Después continuó muy tranquila. Pero no faltaron los castigos aquel día. Y la señorita Winchelsea pasó dos agotadoras noches escribiendo distintas cartas a Fanny, antes de encontrar un modo digno de darle la enhorabuena. Su razón trataba inútilmente de luchar contra su convencimiento de que la conducta de Fanny había sido muy traicionera.

Una persona puede ser extraordinariamente refinada y, al mismo tiempo, tener el corazón destrozado. Y lo cierto es que la señorita Winchelsea tenía el corazón destrozado. A veces sentía una gran hostilidad hacia el otro sexo, y afirmaba sin piedad que todos los hombres eran iguales.

-Conmigo se olvidaba de sí mismo -exclamaba-. Pero Fanny tiene la tez sonrosada, y es hermosa, dulce y algo estúpida... una pareja ideal para un Hombre.

Y, como regalo de boda, envió a Fanny un volumen bellamente encuadernado de poesía de George Meredith, y Fanny le mandó una carta insultantemente alegre donde le explicaba lo bonito que era todo. La señorita Winchelsea confiaba en que algún día el señor Senoks cogiera ese pequeño libro y pensase unos instantes en la persona que se lo había regalado. Fanny le escribió varias veces antes y después de la ceremonia, prosiguiendo la vaga leyenda de su «vieja amistad», y contándole con gran lujo de detalles lo dichosa que era. Y la señorita Winchelsea dirigió una misiva a Helen por primera vez después de su estancia en Roma, sin mencionar el matrimonio, pero expresando unos sentimientos muy cordiales.

Habían viajado a Roma en Pascua, y Fanny se casó en las vacaciones de agosto. Envió una carta demasiado extensa a la señorita Winchelsea, describiendo su regreso al hogar y los maravillosos arreglos de su casita «diminuta». El señor Se'noks había alcanzado un nivel de refinamiento en el recuerdo de la señorita Winchelsea que no parecía armonizar con la realidad que describía su amiga, y trataba inútilmente de imaginar su erudita grandeza en una casita «diminuta». «Estoy muy ajetreada esmaltando un rincón muy acogedor -señalaba Fanny, extendiéndose hasta el final de la tercera página-, así que te ruego que me disculpes por despedirme tan pronto.» La señorita Winchelsea le respondió con su mejor estilo, burlándose cariñosamente de los arreglos de Fanny y esperando ilusionada que el señor Se'noks leyera su carta, Fue lo único que la animó a escribir, contestando no sólo a esa carta sino también a otras dos, en el mes de noviembre y en Navidades.

Las dos últimas misivas de Fanny insistían en invitarla a pasar unos días de las vacaciones navideñas en Steely Bank. La señorita Winchelsea intentó convencerse de que él le había pedido a su mujer que se lo propusiera, pero tanta generosidad era característica de Fanny. Empezó a pensar que él debía estar arrepentido de su error garrafal; y tuvo la certeza de que la escribiría muy pronto comenzando con un «Querida amiga». Algo sutilmente trágico en su separación le sirvió de gran ayuda, un triste malentendido. Habría sido intolerable que la hubieran dejado plantada. Pero lo cierto es que él nunca escribió esa carta comenzando con un «Querida amiga».

Durante dos años, la señorita Winchelsea no pudo visitar a sus amigos, a pesar de las reiteradas invitaciones de la señora Sevenoaks (se había convertido en Sevenoaks en su segundo año de matrimonio). Cierto día en que se acercaban las vacaciones de Pascua, la señorita Winchelsea se sintió sola e incomprendida, y su imaginación voló una vez más hacia lo que llamamos amistad platónica. Saltaba a la vista que Fanny era feliz y estaba muy atareada con sus nuevos quehaceres domésticos, pero sin duda él se sentiría solo en ocasiones. ¿Pensaría alguna vez en aquellos días de Roma perdidos en el fondo de la memorias Nadie la había comprendido como él; nadie en el mundo. Hablar de nuevo con él le procuraría una especie de placer melancólico, y no haría mal a nadie. ¿Por qué tenía ella que sacrificarse? Esa noche compuso un soneto, al que sólo faltaban los dos últimos versos de los cuartetos... por problemas de inspiración; y al día siguiente redactó una elegante nota para anunciar su visita a Fanny.

De modo que volvió a verlo.

Incluso en el primer encuentro, resultó evidente cuánto había cambiado; parecía más corpulento y menos nervioso, y la señorita Winchelsea no tardó en darse cuenta de que su conversación había perdido gran parte de su antigua delicadeza. Hasta parecieron justificarse las palabras de Helen sobre la debilidad de su rostro... en cierto modo, reflejaba falta de carácter. Estaba muy ocupado y absorto en sus asuntos, convencido de que la señorita Winchelsea había ido a ver a Fanny. Habló de la cena con su mujer de un modo inteligente. Lo cierto es que sólo mantuvieron una larga charla juntos, que no condujo a nada. No hizo la menor referencia a Roma, y pasó bastante tiempo insultando a un hombre que le había robado una idea para unos libros de texto. A la señorita Winchelsea no le pareció una idea demasiado brillante. Descubrió que había olvidado los nombres de más de la mitad de los pintores que tanto habían disfrutado en Florencia.

Fue una semana muy decepcionante, y la señorita Winchelsea se alegró de que terminara. Alegando distintas excusas, jamás volvió a visitarlos. Después de algún tiempo, el cuarto de huéspedes lo ocuparon los dos hijos de la pareja, y las invitaciones de Fanny cesaron. La intimidad de sus cartas se había desvanecido mucho antes.

Autor:
H. G. Wells (1866-1946)
 

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